Arequipeño, residente en la casa de su abuela en el Puno de sus vacaciones escolares, ha construido su pintura sobre los recuerdos de vivencias entre su tierra y la de sus ancestros, entre los años de estudio sobre un sillar en “aula” sin techo ni pizarra y sus tempranas gestiones para que su escuelita de pueblo joven, a punta de donaciones, sea hoy el moderno colegio “Carlos Manchego” en consolidado asentamiento humano 4 de Octubre, donde creció.

 

En este ir y venir, cuentos y mitos de la abuela, y la canasta de la golosinera de la esquina de la baldía cuadra de su escuela, fue encontrando, cuando empieza a buscar un tema y lenguaje pictórico propio, el material que hoy muestra en esta exposición luego de larga depuración e inclusión de elementos como frutas, tubérculos y verduras de la Pachamama, trompitos y chupetines de caramelo de la canasta escolar y máscaras de yeso de las guaguas de biscocho del noviembre arequipeño.

Resulta anecdótico en principio, pero aleccionador en el tiempo, el que decida hacerse pintor a los 15 años al leer en un diario el anuncio de la inauguración de la exposición de Víctor Turpo Machaca. Desde ese día decidió ser como Turpo a quien proclamó tío e inspiración. Pero, como decíamos, va más allá de la anécdota, pues lo que encontró Juan Raúl, más que la vocación, fue el motivo de identidad y pertenencia a un espacio, pues su “tío” era Machaca, puneño y pintor que salía en un diario.

 

Durante sus estudios de arte en la Universidad de San Agustín, y su culminación, su principal y diaria actividad era la pintura al aire libre. La cercanía de su vivienda a la campiña de Socabaya, tradicional distrito al que pertenece 4 de Octubre, lo favorece para tratar el paisaje, tan recurrido por la llamada escuela arequipeña de acuarela. Sin embargo, con los años el bodegón será su género, que cambiará en el modo de incluir y componer los elementos que ahora pueblan sus cuadros.

 

Este cambio, será del bodegón con frutas y tubérculos con apariencia de instrumentos musicales u objetos rodantes -compartiendo espacios con cartas y ratones- a frutos de la tierra “humanizados” con la inclusión de las pequeñas caretas de yeso que quedan luego de comer las guaguas de biscocho que se produce en Arequipa con motivo de la fiesta de Todos los Santos. Máscaras que representan a vírgenes y a madres con niños a la espalda, así como varones con gafas que en comparsa las acompañan.

 

Los vegetales con rostro y en conjunto forman el recuerdo de una procesión en Puno, una congestionada calle de Arequipa, un carrusel con caballos, etc., todos con imágenes de niños y niñas que les ha dado las caretas. Son conjuntos como rondas infantiles en un juego de adultos. Es un proceso en que el recuerdo se disfraza en objetos reconocibles y se convierte en símbolo personal rodeado de otros símbolos culturales, todos en violenta atmósfera de colores.

 

Así, personificados sus frutos, irán acompañados por objetos de particular simbolismo: cartas y naipes que significan la suerte, barcos de papel los viajes y sus escapadas de la casa paterna, sandías el carrusel de la vida y, los peces, únicos seres animados de boca abierta. Los frutos luego serán seres de transparentes alas, los naipes luz de semáforo, los barcos vacas y los peces se irán transformando y hasta compartiendo forma con plátanos o camotes. Machaca ha objetivado un mundo personal de recuerdos.

 

Y en este mundo no solo está el pasado sostenido en apus y dioses productores de nubes que acepta como parte de su identidad, sino el presente en la crítica que hace a costumbres como las de rendir culto a imágenes que significan abuso o corrupción. Igualmente, en forma sutil y casi burlona critica la vida citadina, pero sin utilizar figuras que la evidencien ni situaciones abiertas. Mundo complejo sin escenografía ni referencia en el espacio: solo personajes envueltos en color de rápida pincelada.

 

El cambio descrito de la personalización de sus frutos y la inclusión de objetos con determinado simbolismo, hoy patente en sus cuadros, es motivado por una frase que lee en algún sitio y le hace ver que lo que busca lo tiene en él o a su lado. Y lo que tiene en él son los recuerdos y a su lado están los objetos de estos recuerdos. Suficientes sostenes para encontrar su identidad ligada a la cultura altiplánica y formar su personalidad a la par que conquista su hábitat y levanta su vivienda.

 

Juan Raúl Machaca de Aquino, ha llegado a la madurez en la que se acepta el ser lo que se es y el lugar al que se pertenece, convirtiendo su pintura en el vehículo con que se transmiten, especificándolos directamente en los títulos de los cuadros, y simbólicamente y hasta con ingenua amabilidad en sus composiciones, aunque aparentemente sean objetos incompatibles para un discurso coherente, pero cargados de la magia que expresan los recuerdos de una niñez entre dos mundos.

 

La Candelaria, la mamá grande y sus historias, los bailes del folklore puneño y boliviano, los juegos con caretas sobre el patio de tierra de la escuela, la visión de mujeres cargando en una manta a la espalda (cinta en sus cuadros) a sus guaguas, las galletas de animalitos de seca textura y la frescura de sandías de verano, son solo objetos de sus redescubiertos y explicitados recuerdos que giran en torno al de la madre: El mejor recuerdo, Josefa, y que comparte por la licencia que da el arte.

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